jueves, 21 de julio de 2011

Raymond Carver según Tess Gallagher

Raymond Carver
Ilustración de Ruth Guilly
basada en una fotografía de Bob Adelman

RAYMOND CARVER
(1939 – 1988)
Por Tess Gallagher
Traducción de Jaime Priede

Han transcurrido más de veinte años desde que murió Raymond Carver. En este tiempo su viuda, Tess Gallagher, se ha dedicado a preservar la memoria de su marido. Preparó para el editor la versión definitiva de algunos libros (todo lo que Carver quiso ver publicado) y rescató textos de sus papeles. Si me necesitas, llámame, es resultado de estas búsquedas. El texto siguiente hace parte de Soul Barnacles (ten more years with Ray).

Tess Gallagher y Raymond Carver
Fotografía de Marion Ettlinger

Aunque no haya expresado de esa forma mi dolor por la pérdida de Ray, comprendo que Leonard Bernstein se metiera en la cama durante seis meses cuando su esposa murió de cáncer. De todas formas, en mi familia nadie habría podido darse ese gusto. Tienes que levantarte, hacer el esfuerzo de aparentar normalidad y cumplir con lo que te toca, sin que importe mucho cómo te sientes. Forma parte de la moral de la clase trabajadora, supongo. Y de ahí venimos Ray y yo. Ray me dijo una vez, hablando de la época anterior a nuestro encuentro, que nunca había tenido tiempo para caer en una depresión. La "voluntad de hierro" a la que se refiere en uno de sus poemas es necesaria para la creación y quizá se forje a base de "no tener más remedio que seguir adelante".
Ray y yo aprendimos juntos algo más. Aprendimos a seguir adelante con esperanza. Cuando unimos nuestras vidas hace casi once años en El Paso, Texas, empezábamos a recuperarnos tras haber cruzado un desierto de desesperanza. Entre ambos dejábamos atrás algo así como treinta años de fracaso matrimonial. Más tiempo del que tendríamos para reconstruir la confianza. Buscamos juntos un lugar en el que la confianza fuera nuestra segunda naturaleza y prometimos ayudarnos el uno al otro. Solíamos decirnos: "No me idealices, cariño. No me idealices". Y puedes creerme, para entonces ya habíamos vivido lo suficiente para saber de qué hablábamos.
Puede que sepas la historia. Ray había dejado el alcohol un año antes de irnos a vivir juntos. Se sentía perdido, tenía miedo de no volver a escribir. Se alejaba literalmente del teléfono cuando sonaba. Había tenido que declarase insolvente un par de veces. Aún recuerdo como alzó los ojos al ver mi tarjeta de crédito.  
Ahora me parece que entre los dos logramos que recuperara las ganas de divertirse y algo más, lo necesario para sentir un inmenso placer viendo disfrutar a los demás. Esto no había sido siempre así, desde luego. Tras su muerte he sido la depositaria de todos los recuerdos y las historias que la gente sabía de él. He leído cartas de amigos que le conocieron en el periodo al que luego se refería como "Raymond el Malo", época en la que era, como dijo un amigo escritor, "el hombre más triste que haya conocido nunca". Veinte años después ambos se volvieron a encontrar y su amigo quedó atónito ante semejante transformación.
Theodore Roethke escribió: "Las cosas buenas les pasan a los hombres felices", y yo tuve el privilegio de ver cómo Ray se convertía en un hombre feliz. Recuerdo a menudo lo contento que estaba por el mero hecho de sentirse vivo. Precisamente por eso, lamentaba tener que irse tan pronto. No hay por qué ocultarlo. Si hubiera sido solamente cuestión de voluntad, hoy estaría vivo.
Con todo, Ray, a cada nuevo giro de su enfermedad, se preguntaba qué podía hacer con el tiempo que le quedaba. Eligió trabajar y escribir sus poemas a pesar del pánico que le provocaba su tumor cerebral y más tarde, en junio, la reaparición del tumor en los pulmones. Su respuesta al duro golpe consistió en buscar algo bueno que celebrar y el diecisiete de junio nos casamos en Reno, Nevada. Fue una ceremonia muy carveriana en la pequeña iglesia que está frente al ayuntamiento. Después fuimos a jugar al Harrah`s Club y gané cada vez que me tocaba darle a la rueda. No podía dejar de ganar.
En los últimos días, Ray sabía que su relato estaba llegando al final: "Nos estamos saliendo de esta historia, cariño", me decía. Se consideraba afortunado por ser consciente de ello. Aún tuvo algo que celebrar cuando su publicó aquella primavera Desde donde llamo, su último libro de relatos. Hubo un breve interludio en el sufrimiento mental que le acarreaba su enfermedad y recibió de muy buen grado y lleno de agradecimiento las buenas críticas, el ingreso en la Academy American y el Institute of Arts and Letters, el doctorado en letras por la Universidad de Hartford y la Brandeis Medal for Excellence.
Me siento como si estuviera homenajeando desde la tristeza al artista y al hombre. También a esa particular entidad que fue nuestra relación y que propició la maravillosa alquimia de nuestras vidas, una luminosidad recíproca. Hay un término científico que lo define: mutualidad. Nos ayudamos, nos alimentamos, nos protegimos el uno al otro y, lo que es más importante, en el sentido que le da Rilke a la expresión, protegimos y guardamos la soledad del otro. Siempre nos estábamos preguntando: ¿Qué es lo que realmente importa?
Ray fue mi estímulo para escribir relatos y yo el suyo para sus relatos y sus poemas, poemas de los que logró extraer su propio equilibrio espiritual, porque en el momento de su muerte era, creo, uno de esos escasos seres purificados para quien, como dice Tolstoi, el amor es la única respuesta. Disfrutó cada día la seguridad y el confort con que yo le halagué. Como dijo Simone de Beauvoir a las feministas que le pedían explicaciones por la devoción que sentía por Sartre: "Es que me gusta trabajar en el jardín que está al lado del mío". Echaré de menos trabajar en ese jardín tan real y tan extraño, el jardín de Ray. Todo lo que yo haya hecho crecer en él me fue devuelto con el don de su interés por mi propio trabajo. Tras su muerte, sólo he encontrado consuelo ordenando su último libro. En casa echo de menos su encanto, su risa. También su inagotable generosidad, porque era, antes que ninguna otra cosa, mi mejor amigo.
Todo lo que puedas intuir sobre Raymond Carver, que era un hombre dispuesto a hacer las cosas de manera decente, correcta y generosa, es cierto. Puedo asegurártelo desde dentro. Él era así. Y logró ser así a pesar de llevar una vida bastante complicada. Sus problemas no se terminaron con aquella otra vida de chico malo, como puede comprobarse leyendo sus relatos y sus poemas.
Una de las partes de su último libro se abre con una cita de Robert Lowell: "Sin embargo, ¿por qué no decir qué sucedió?" Me parece que resume perfectamente la actitud vital y literaria de Ray. Se sentía culpable por "lo que había sucedido" y se ganó su redención (también la de alguno de nosotros) con su literatura.
Pocos días después de su muerte, entré en su estudio de Port Angeles, el estudio con el que siempre había soñado, con una chimenea y una vista del valle y las montañas con el mar al fondo, y me senté a su mesa durante un rato. Allí estaba sentada, sin más. Entonces me agaché y abrí un cajón. Dentro encontré una docena de carpetas llenas de ideas para futuros relatos que le habrían ocupado por lo menos hasta 2015. Me duele que no vayamos a tener oportunidad de leer esas historias. Pero no puedo sentirme triste por eso, debo pensar en lo mucho que fue capaz de darnos en tan poco tiempo. Debemos aceptar la suerte que eso supone para nosotros, porque además Ray se consideraba afortunado y estaba agradecido por ello, e hizo todo lo posible para mostrar su agradecimiento al mundo. Y lo logró.
Una semana después de su muerte, estaba con un amigo junto a la tumba de Ray contemplando el Estrecho de Juan de Fuca allá abajo, cuando mi amigo recordó una frase de Rilke: "Y estaba presente en todo lugar, como la hora del atardecer". Termino ya con el último fragmento escrito por Ray:

¿Y conseguiste lo que
querías de esta vida?
Lo conseguí.
¿Y qué querías?
Considerarme amada, sentirme
amado sobre la tierra.

NOTA DEL TRADUCTOR:
Publicado en Granta (otoño, 1988) e Incluido posteriormente en el volumen Soul Barnacles (Ten more years with Ray), The University of Michigan Press, 2000.


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