sábado, 24 de septiembre de 2011

Armando Romero / Don Pablo en Chile


Pablo Neruda y Miguel Otero Silva

Armando Romero
Biografía
DON PABLO EN CHILE

Dice la chismosa historia literaria, que un día André Breton, refiriéndose a la forma de caminar de Vicente Huidobro, preguntó a sus compañeros de mesa surrealista: “¿Saben ustedes por qué Vincent camina con los pies tan juntos?” Para responder de inmediato: “Porque si los abre se sale del mapa”. Valga esta lección de geografía surrealista para traer a mi memoria ese paisaje de sueño chileno que se abrió para mí, desde Arica hasta Concepción, pasando por el desierto de Atacama, la cordillera de los Andes, el mar y sus valles. Chile era otro paisaje, el espacio no habitado sino por la literatura para un muchacho de la incansable primavera del trópico. Valga esto como proemio para contarles mi encuentro con el poeta Pablo Neruda.
Por una de esas carambolas del azar, recién llegado a Chile en las postrimerías del invierno del 67, conocí al pintor venezolano Mario Abreu, ser de la magia transformada gracias a un juego surreal de objetos encajonados como lenguaje barroco. Abreu, mucho mayor que yo en edad, era ya un consagrado pintor que venía de visita a Chile luego de representar a su país en la Bienal de Sao Paulo.
Andábamos pues Mario y yo por las calles y los bares de Santiago, saltando por entre chicas y vino, cuando un día de esos Abreu leyó en el periódico que el escritor, Miguel Otero Silva, multimillonario narrador comunista venezolano, estaba también de visita en Chile, y que esa noche leería sus poemas en la Casa de la Asociación de Escritores de Chile, presentado por su amigo de toda la vida, Pablo Neruda.
Abreu, a quien Otero Silva le debía un dinero de cuadros comprados y no pagados en Brasil, me llamó urgentemente y me dijo que era hora de irlo a ver esa noche y tratar de sacarle algo de ese dinero, por supuesto para seguir nuestra acelerada fiesta santiaguina.
Neruda, grande, imponente, leía una oración laudatoria a la poesía de Otero Silva cuando entramos. Debo decir que rechacé de inmediato el tono de su voz, no obstante el impacto que de hecho me causó su presencia. Allí estaba frente a mí el despreciado poeta chupamedias de Stalin, me decía con la rabia de mis años juveniles, pero también era el poeta de los poemas de amor que ya hubiera querido escribirle a mis noviecitas caleñas, el poeta que ya empezaba paulatinamente a sorprenderme, aunque no me lo confesara, con sus Residencias.
Luego de la lectura de la poesía de Otero Silva, a la que no presté atención en absoluto, el director de la Casa invitó a los asistentes a una copa de vino en uno de los salones de recepción. Mario y yo, buscando alcanzar a Otero Silva para sacarle la plata, nos sentamos en una mesa situada estratégicamente para no perderlo de vista. En una de esas, un viejo escritor, muy honorable y muy circunspecto, a la chilena propiamente dicho, se acercó a nuestra mesa trayendo de la mano al mismo don Pablo Neruda. Éste, casi sin mirarnos, protocolariamente, estiró su mano para saludarme, pero yo, respondiendo con sangre fría y viejo odio tropical, lo dejé con la mano extendida. Neruda, retiró su mano con calma, y seguro, con la sonrisa de quien había pasado por peores afrentas y por muchos muchachos malcriados como yo. El viejo escritor, luego de llevar a Neruda a su mesa, regresó y me increpó mi mala educación con el poeta nacional. Yo, todavía feliz de la rabia, le contesté que no le había pedido que me lo presentara, así que la culpa era de él.
Vinos van, vinos vienen, y nada que podía Mario conseguir que Otero Silva abriera la cartera con los billetes. “Después de la cena hablamos, chico”, le dijo Otero Silva en un momento. Había cena, por supuesto, pero nosotros no estábamos invitados a cenar.
Tratamos de comprar el boleto pero el problema era que ya no había puestos vacíos en la mesa. Abreu, que no se iba a dar por vencido tan fácilmente, se fue directamente a la cabecera de la mesa, donde estaban presidiendo Neruda y Otero Silva, y le dijo a este último en forma insolente: “Chico, cómo te voy a esperar para que me pagues por los cuadros que me debes después de la cena si ni siquiera hay donde sentarse”. Otero Silva, viejo zorro y también extremadamente seguro de sí mismo, dio orden inmediata que trajeran una mesa adicional y nos sentaran a los dos. Y allí quedamos como una pequeña raya en la Ele que formaba ahora la mesa.
Varios escritores les cayeron a discurso rimbombante a los dos poetas, quienes aplaudían, reían, bebían y comían en abundancia. Lo mismo nosotros allá en nuestra esquina añadida. De pronto, uno de nuestros vecinos, que ya parecía un barco ebrio, se levantó y dijo que estando presente un pintor venezolano como Abreu, era justo y necesario oírlo hablar. Mario, sin perder un segundo, empezó un discurso patafísico que iba desde su niñez comiendo tierra en el patio de su casa hasta las piedras preciosas que cargaba en la chaqueta (para “engatusar” a las chicas, obviamente) señalando que allí estaba él, del barro a lo precioso, hijo de la tierra pura de América, y se declaró, en el colmo de la elocuencia, el pintor de América, ni más ni menos.
Yo, empujado por los vinos y las viandas, aplaudía, silbaba y gritaba vivas por doquier. Así es que cuando Mario terminó su discurso todo el mundo empezó a pedirme que hablara yo también, el joven poeta colombiano, y ahí me tiré con un discurso que hacía de Joaquín Murieta, personaje de la célebre obra de teatro de Neruda, un caminante nadaista, de las Odas Elementales un sancocho barroco, y de las Residencias una serie de hoteles baratos en la Zona Negra de Cali, y de las Alturas de Machu-Picchu un buen sitio para ir a comer helados de maíz y papa.
Mario gritaba vivas, los poetas se carcajeaban y Neruda aplaudía. Pero al terminarse la cena, Otero Silva le dijo a Mario que el dinero estaba en el Hotel Crillón, donde se alojaba, y que allí nos veíamos en el lobby, “Pídete una botella de vino y me esperas, chico”.
Obviamente llegamos en un santiamén, antes de que lo hiciera Otero Silva, no fuera que se nos escapara. Sentados en mesa con botella de vino enfrente esperamos no mucho rato. Y he aquí que Otero Silva se aparece con su esposa y con Neruda y Matilde, su mujer. Las señoras, al ver el panorama, decidieron seguir a sus habitaciones, y Otero Silva subió a su cuarto, “Ya vuelvo un momento”, dijo; pero Neruda, llenando un vaso de vino de nuestra botella se sentó con nosotros, nos pasó su enorme brazo por los hombros, a la vez que repetía: “¡Qué bien, qué bien!”, y a mí me pedía contarle más de los poetas nadaístas, de Colombia, cuya actitud y desparpajo le producía mucha curiosidad. Entonces todo fue una charla de viejos amigos, Otero Silva regresó, otra botella, y otra, hasta que apareció la figura de Matilde de improviso, y con “Pablo, es hora de descansar” acabó con el jolgorio. Pero Otero Silva no se había metido la mano al bolsillo y ya entraba al ascensor. Mario, decidido, lo cogió del brazo y le dijo “Miguel, qué pasa, chico”, y Otero Silva, riéndose, sacó un fajo de billetes de dólares y se los pasó. “Te doy el resto en Caracas, chico”, dijo, y los tres desaparecieron para siempre cuando se cerró la puerta del ascensor.



No hay comentarios:

Publicar un comentario