martes, 3 de junio de 2014

Martin Amis / Perro callejero / Rafael Narbona



MARTIN AMIS: PERRO ALLEJERO


Por Rafael Narbona


Martin Amis (1949) nunca ha desperdiciado la oportunidad de escarnecer los convencionalismos políticos, éticos o formales. Su complacencia con la provocación se manifiesta en toda su obra. En Koba el Temible (2002), se mostraba particularmente airado con los intelectuales que simpatizaron con el estalinismo, sin excluir a su padre, Kingsley Amis.


Perro callejero se interna en los tabúes sexuales, sin rehuir el incesto, la pornografía o el onanismo. Se trata de un viaje que elude los eufemismos y el lenguaje científico. Amis no busca la perspectiva del erudito, sino el conocimiento que nace de la vivencia, del contacto con esas experiencias que se refugian en el subsuelo de la conciencia, anhelando la oscuridad y el secreto. Perro callejero utiliza la peripecia de Xan Meo como centro magnético de un relato que transita de la dispersión a la perfecta sincronía. Xan Meo es un escritor maduro que sufre una brutal agresión. Los golpes recibidos le producen un severo traumatismo craneoencefálico que afecta a su personalidad. Su segunda esposa, Russia, le describe como un hombre apacible, pero tras el incidente nada volverá a ser igual. El primer cambio se manifiesta en su sexualidad, que no admite demoras ni consiente inhibiciones. Sus fantasías incluyen a sus propias hijas, que aún no han llegado a la adolescencia. El estupor que produce su comportamiento no es menor que el experimentado por Enrique IX al descubrir la existencia de una filmación de su hija, la princesa Victoria, donde puede contemplarse su cuerpo desnudo junto a una sombra, que insinúa la inminencia de un encuentro sexual. Clint Smoke, redactor del “Morning Lark”, un periódico sensacionalista y semipornográfico, investiga el escándalo, mientras sus propios fantasmas le implican en una relación ambigua con una desconocida que se comunica con él por medio del correo electrónico. La narración sufre la intromisión de un accidente aéreo, que acentúa la precariedad de la existencia humana y la poderosa influencia del azar.
Martin Amis desprecia la elocuencia y apenas se permite algún apunte de color o lirismo. Su prosa es escueta, directa y, en muchas ocasiones, vulgar. Incluso reproduce las abreviaturas de los mensajes enviados por teléfono móvil u ordenador. Lejos del gran aliento de los escritores centroeuropeos, su estilo reproduce la inmediatez del lenguaje coloquial, la ira o la grosería de esos “perros callejeros” que han crecido en los suburbios de las grandes ciudades, transformando su desamparo en ferocidad e insensibilidad. La “educación sentimental” es un privilegio de la burguesía decimonónica. Ni siquiera la actual aristocracia conserva esos ritos que actuaban como preámbulo de las pasiones. La princesa Victoria, que aún no ha cumplido los dieciséis o los ya maduros Smoke y Meo, ambos escritores, ambos en el declive de su trayectoria profesional, chapotean en las mismas aguas, en ese cenagal donde la urgencia del placer prevalece sobre el amor, el compromiso o las consideraciones morales.
Todos los personajes anhelan una posición, un lugar en el mundo, pero las circunstancias les descolocan, situándoles en los márgenes. El miedo a la libertad está ligado al incesto. La seguridad evoca la vida apacible del niño que disfruta de la tutela materna. La resistencia a romper ese vínculo sólo puede interpretarse como una fantasía incestuosa. Amis incide en la vulnerabilidad de sus criaturas. Las rupturas sentimentales siempre están saturadas de odio. Meo se divorcia de su primera mujer, despreciando cualquier gesto de conciliación. Su separación fue como si ambos se hubieran arrojado a un barranco, unidos por un alambre de púas. Esa violencia sólo está ausente cuando se entiende el amor como servidumbre. Es el caso de Brendan, un asistente del rey, que ama a la jovencísima princesa, pese a rondar ya los cincuenta años. Es un amor inconcebible, que se complace en la imposibilidad de su consumación.No menos quimérica se perfila la pasión de Smoke, que se refugia en la correspondencia electrónica, avergonzado por la insignificancia de su pene. Sólo se aventura al contacto físico cuando sus ocasionales compañeras están anegadas de alcohol y no pueden recordar los pormenores del encuentro. La flema del rey está muy alejada de esas tensiones. Su indiferencia hacia el sexo sólo es comparable con su apatía en el ejercicio de sus funciones. Para Enrique IX, reinar es tan molesto como soportar una dosis diaria de quimioterapia.
Martin Amis apunta que el egocentrismo es un rasgo “predominantemente masculino”, pero la lucha por suprimir la discriminación de género sólo ha conseguido una distribución igualitaria de los prejuicios. Las mujeres se muestran tan ferozmente egoístas como los hombres y la promiscuidad no cesa de distorsionar las emociones. Amis, que ha escrito varios artículos sobre el mundo de la pornografía, introduce en el relato a una actriz que conoció su esplendor en los 80, antes de que la industria del sexo adquiriera su actual crudeza. El ano se ha transformado en el icono del deseo. Es la regresión hacia un vértice oscuro, donde el mundo se invierte y el instinto desplaza a la razón. El erotismo no está situado en ninguna parte del cuerpo. Cualquier zona posee un potencial susceptible de producir goce, pero el placer que se deriva de la reducción del sexo a un punto del organismo es necesariamente empobrecedor. Es la transformación del otro en objeto. En el gabinete de Sade, no hay placer, sino dominación. Es difícil no sucumbir a esa tentación. Cuando Meo sueña con el rostro de sus hijas bañado en semen, se ha consumado el triunfo del instinto, que no acepta límites ni inhibiciones. El apogeo del instinto no puede interpretarse como el triunfo de la libertad, sino como una forma de sumisión que ignora la posibilidad de que dos cuerpos se amen en la vejez, aceptando la degradación de la carne.
Las diferentes historias que componen la novela no se estorban entre sí. De hecho, confluyen en un desenlace común, que evidencia la “minúscula” humanidad de todos los personajes. Brendan ama a una niña, que se interna en la maraña del sexo guiada por un misterioso personaje, una figura arquetípica, que podría ser su padre o una proyección de sus fantasías reprimidas. Xan Meo descubre que su verdadero progenitor no es el violento delincuente que murió en la cárcel, sino un colega de fechorías que aprovechó la ausencia de su cómplice para yacer con su esposa. Smoke conoce a su misteriosa interlocutora: en realidad, un travestido que conserva sus genitales. Los pasajeros del avión se despiden de sí mismos (y no de sus seres queridos) poco antes de estrellarse. Nadie conoce sus verdaderos orígenes, nadie está salvo de fantasear con las perversiones más turbadoras, la añoranza de la infancia insinúa que la madurez emerge de la muerte del niño que fuimos. La existencia es privación, mutilación, pero sin esa renuncia la civilización se tambalea y todos los rostros se confunden en un espasmo, donde convergen el sexo y la muerte. Amis señala que la pornografía y el humor son incompatibles. El humor es lo que nos hace humanos y la esencia de la pornografía es la deshumanización, la despersonalización. Xan Meo recobra su humanidad y eso le permite reencontrarse con sus hijas. La vulva de una niña no es un objeto de deseo, sino una promesa de vida.
Amis es un novelista excepcional.Perro callejero es un relato que explora las catacumbas de la condición humana. Es un viaje tan necesario como doloroso, que exige un innegable talento para no incurrir en moralismos banales o en un pesimismo estéril. La peripecia de cada hombre es como ese cometa que en las páginas finales desaparece en la órbita de Júpiter. La fuerza de la vida trasciende nuestra voluntad, pero el impulso de conocer nuestra impotencia o nuestra libertad nos permite constituirnos como sujetos que oponen a la fatalidad el anhelo de comprender y la necesidad de obrar de acuerdo con criterios éticos. Sólo un narrador de la talla de Amis podía transformar en literatura uno de los conflictos que afligen al hombre desde que cedió a la tentación de emular a los dioses, adquiriendo el conocimiento que le obligó a elegir entre el bien y el mal.

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