viernes, 22 de septiembre de 2017

El cuento de la criada / El rojo es más fácil de ver



El rojo es más fácil de ver 

si te da por huir

Por Bárbara Ayuso
18 de septiembre de 2017
Margaret Atwood y Elisabeth Moss

Nolite te bastardes carborundorum. No rechinen los dientes, es la frase de moda. Desde 1985, el aserto dejó de ser un idiota trabalenguas entre estudiantes de latín para convertirse en un santo y seña. Un código de molonez. Si sonreías con complicidad o contestabas «Under his eye» (o «bajo su mirada», tampoco el inglés era preceptivo) conocías la ubicación de la república de Gilead. Habías leído El cuento de la criada, de la archirreconocida escritora canadiense Margaret Atwood. Formabas parte del club. Hasta ahora.
La adaptación televisiva de la novela (que en España pudo verse en HBO) ha democratizado estas contraseñas cómplices, popularizándolas entre los miles de espectadores que degluten sus capítulos con una repugnancia perpleja. Hasta el crítico menos espabilado le regaló en su momento ya la etiqueta de «serie del año», mucho antes de resultar ganadora del Emmy a la mejor serie dramática. Una producción «importante», decían. De las que instauran y descifran códigos: si hoy se cruzan con dos mujeres con hábitos rojos y níveas cofias que caminan en silencio, sabrán que el suyo es un mudo acto de protesta. Ayer serían dos amish extraviadas o excéntricas participantes de un carnaval a destiempo.

Margaret Atwood y Elisabeth Moss
El cuento de la criada



A pesar de convertirse en best seller mundial poco tiempo después de su publicación y traducirse a más de cuarenta idiomas, en España el libro de Atwood ha dormitado en pocas estanterías durante estas tres décadas. Deambuló por tres editoriales (Seix Barral, Ediciones B y Bruguera), pero no se convirtió en el clásico canónico (ni siquiera feminista) que es en el resto de países. De la película1 que lo adaptaba nos enteramos de oídas, más o menos lo mismo que de las óperas, los ballets y diversas representaciones que lo amplificaron. Tampoco fue singularmente celebrado cuando se galardonó a Atwood con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2008. El cuento de la criada se desdibujaba entre las glosas a la oracular reputación de la autora y su versátil y extensa producción.
Ahora, al calor de la serie, la novela ha sido hábilmente reeditada (por Salamandra) y escala puestos en los rankings a velocidad de crucero. Una historia común, rescates literarios más marcianos se han visto. Pero ¿por qué El cuento de la criada hoy y no ayer? ¿A qué viene esa faja de «El libro de cabecera de una nueva generación» si fue escrito hace treinta años? ¿Es Atwood una visionaria, una profeta?
Una mujer. Un árbol. Una cuerda
Las historias —las mejores, al menos— siempre germinan de un lugar impreciso, amurallado entre la verdad y algo que podría serlo. Esta empezó el día que Margaret Atwood descubrió que era posible morir dos veces. En su familia, mucho tiempo atrás, había ocurrido. O eso contaban. Corría 1680 en la pequeña aldea de Hadley (Massachusetts), le relató su tía2, cuando los puritanos lugareños acusaron a una mujer llamada Mary Webster de brujería. La ahorcaron, quizás de noche, a buen seguro en un árbol. Pero la mataron mal, porque a la mañana siguiente aún respiraba, y siguió haciéndolo los siguientes catorce años. Aquellos aldeanos colgaron a una presunta bruja y descolgaron del árbol a una leyenda: Half-Hanged Mary (Mary ‘Medio-Colgada’ o ‘Medio-Ahorcada’), como se la conoció a partir de entonces.
Atwood paladeó el relato con saliva literaria. Desempolvó documentos, consultó registros, rastreó su árbol genealógico en busca de las huellas de aquella mujer. Resultó que «Webster» fue el apellido de soltera de su abuela y, según los papeles, sus raíces se remontaban a John Webster, el quinto gobernador del estado de Connecticut. Podría ser verdad. Un árbol. Una mujer. Una cuerda. «El lunes, mi abuela dijo que Mary era su antepasado, y el miércoles decía que no lo era», contó Atwood. Si no era verdad, podía ser algo contiguo a ella.
Se inventó unos ojos azules, y le dedicó un poema. Claveteó la crueldad y la injusticia en «The Half-Hanged Mary», unos versos que dejan gusto a vinagre en la garganta.
[…]
When they came to harvest my corpse
(open your mouth, close your eyes)
cut my body from the rope,
surprise, surprise,
I was still alive.
Tough luck, folks,
I know the law:
you can’t execute me twice
for the same thing. How nice.
I fell to the clover, breathed it in,
and bared my teeth at them
in a filthy grin.
You can imagine how that went over.
Now I only need to look
out at them through my sky-blue eyes.
They see their own ill will
staring them in the forehead
and turn tail.
Before, I was not a witch.
But now I am one.
[…]
Atwood no solo estaba creando una cala de admiración en torno a una mujer improbable, muerta o quizá inexistente. Estaba edificando su particular distopía. Era primavera en 1984 cuando comenzó a escribir El cuento de la criada en Berlín, y al otro lado del telón de acero los ecos de Orwell resonaban en las paredes de su apartamento. Cuando se dispuso a accionar las teclas de aquella máquina de escribir alquilada, optó por dar una vuelta de tuerca. Un desvío inusitado. Tras empaparse de toda la ciencia ficción imaginable, utopías, distopías y especulaciones varias, decidió que no escribiría una ficción distópica al uso, cimentada sobre la hipótesis esencial (¿podría esto pasar aquí?) del género. No perseguía que el lector sintiera que esa historia podría ser verdad en un futuro aterrador. Tenía que serlo. O al menos, algo contiguo a ella. Como Mary.
Cumplió esa íntima orden con disciplina marcial. Si lo escribía, debían existir precedentes. Para ello se alimentó de lo vivido y, sobre todo, de lo narrado por otros. De sus viajes a la Polonia ocupada le impactó la frase de un disidente: «Reza por no tener nunca la oportunidad de ser un héroe». Durante los últimos estertores del bloque soviético, aprendió la quebradiza estructura de hasta el más sólido orden social: «En determinadas circunstancias, puede pasar cualquier cosa en cualquier momento». De allí sacó las ejecuciones grupales, las quemas de libros o las leyes suntuarias. De manera casi psicótica, almacenó recortes, informes y publicaciones3que hablaban sobre el programa Lebensborn de las SS, el robo de niños durante la dictadura argentina o la Gestapo. Políticas represivas de control de natalidad. Clitoridectomías. La historia de la esclavitud. Las cartillas de racionamiento. La revolución islámica de Irán. «Los cambios pueden ser rápidos como el rayo». Miró hacia atrás y también al frente. Le sobraba material. Y terror.
Su agente literaria se alarmó al verla tan desmejorada. «Es la nueva novela. Me asusta. Pero tengo que escribirlo», le dijo.
Una silla, una mesa, una lámpara
Y así, como una alfombra hecha de trapos trenzados, Atwood se valió de fragmentos de realidades viejas —o no tanto— para ensamblar una realidad nueva. La de Gilead, que, si han leído hasta aquí, ya les habrá escalofriado por pantalla o en papel. El cuento de la criada se desarrolla en unos Estados Unidos en los que, tras un levantamiento puritano y un desastre radiactivo, se ha instaurado un Estado teocrático y totalitario sustentado en la represión férrea de las mujeres. Han sido clasificadas y etiquetadas: las «esposas» (mujeres de los comandantes y altos cargos, la élite), las «tías» (milicianas encargadas de someter a las futuras criadas), las «marthas» (ayuda doméstica) y las «criadas»4 (las matrices con patas, que engendran a los hijos de las esposas estériles). Para las infértiles o rebeldes no hay horizonte más allá de pudrirse en las escombreras genéticas de los campos de concentración. Cada una viste un color característico.
Narra Offred, o June. Una Mary Webster, una criada más. Una esclava. Tiene una silla, una mesa y una lámpara en su habitación. Nada a lo que se puede atar una cuerda. Su misión es la de todas las demás, también alimentadas como ganado: proporcionarle descendencia al matrimonio que la posee, en un plazo de tres años. Y así sucesivamente, de familia en familia, so pena de ejecución pública y festiva. Para cumplir el sagrado objetivo procreador se celebra la Ceremonia una vez al mes. Un ritual lúgubremente ridículo y ortopédicamente cruel, en el que Offred se tumba abierta de piernas sobre el regazo de la esposa, que la sujeta de las muñecas. Mientras la criada mira al techo, el comandante la penetra sin que pueda atisbarse un gramo de piel. No es una orgía, ni cabe deleite alguno: es un escrupuloso cumplimiento de las reglas. Las reglas bíblicas.
La retorcida y grotesca estampa, quizá la más perturbadora de El cuento de la criada, también ocurrió. No en la Alemania nazi, ni en Ruanda o bajo el yugo de uno u otro signo. El antecedente está en la historia de Jacob y sus dos esposas, Raquel y Lía, y las dos criadas de estas:
Viendo Raquel que ella no daba hijos a Jacob, tuvo envidia de su hermana y decía a Jacob:
—¡Dame hijos o, si no, me muero!
Entonces se encendió la ira de Jacob contra Raquel, y le dijo:
—¿Estoy yo en lugar de Dios, que te privó del fruto de tu vientre?
Ella le dijo:
—He aquí mi sierva Bilha. Únete a ella, y que dé a luz sobre mis rodillas, para que así yo también tenga hijos por medio de ella. (Génesis, capítulo 30, versículo 1).
Aún no había caído el Muro y El cuento de la criada ya invitaba a imaginar que the land of freedom acababa bajo la bota de puritanos enloquecidos que preservaban sus biblias con cerrojos. Atwood era consciente de que tenía entre las manos una premisa de difícil digestión para esos tiempos. Un empeño arriesgado. «¿Iba a convencer a los lectores de que en Estados Unidos se había producido un golpe de Estado que había transformado la democracia liberal existente hasta entonces en una dictadura teocrática que se lo tomaba todo al pie de la letra?», se preguntaba. Como respuesta recibió dos reconocimientos antagónicos: la novela entró simultáneamente en las listas de lecturas de los estudios sobre la mujer y en la de los libros prohibidos en colegios e institutos de lugares como Texas.
Atwood formuló una realidad apocalíptica, demencial, nítidamente aterradora. Fascismo bíblico. Una ficción especulativa con sonoro escobazo («Ahora mismo esto no os parece lo normal, pero dentro de un tiempo lo será», arenga una de las tías a las criadas durante su instrucción) dirigido, fundamentalmente, a Occidente, que devoró ejemplares con fruición. «Pero la novela no es una predicción, es una antipredicción», ha repetido, mansamente, en cada entrevista que ha concedido en los últimos treinta años. «Si este futuro se puede describir de manera detallada, tal vez no llegue a ocurrir. Pero tampoco podemos confiar demasiado en esa idea bienintencionada», remacha, en el prólogo del libro.
Trump. Reagan. El rojo
«Claro que puede ocurrir. Mira Irán», se farfulla entre dientes en las tertulias de sofá. Se da un extraño consenso en torno a que El cuento de la criada —más bien, su adaptación televisiva— ha resurgido en un momento «especialmente oportuno» y hasta «necesario». Se ha vuelto relevante. Tras cada capítulo, muchos espectadores se descubrieron nublados por una bruma de preocupación social: ¿Podemos llegar a eso? Es más, ¿hay ya síntomas de que nos despeñamos hacia allí? Los escalofríos de reconocimiento se esparcen por las redes. Al tiempo, se encadenan los artículos que correlacionan la sociedad de Gilead con el momento actual, afianzando la idea de que esa pesadillesca fantasía distópica no es el recuerdo de un pasado traumático, sino el presagio de una inminencia. «Es tan rabiosamente contemporánea que no parece ciencia ficción», se llega a decir. «Es pertinentemente aterradora».
Se buscan (y se encuentran) las resonancias: El grab them by the pussy. Las leyes aprobadas en Texas que permiten a los médicos mentir a las mujeres embarazadas si detectan anomalías en el feto. El Estado Islámico. Boko Haram. La cacería de homosexuales en la Rusia de Putin. Los talibanes envenenando niñas en colegios de Afganistán. El muro de México. España, donde aumenta el número de mujeres asesinadas por violencia machista en el presente año. El cardenal arzobispo de Valencia, Antonio Cañizarescomparando el feminismo con el nazismo, y llamando a defender a la familia cristiana del «imperio gay». Italia instaurando un «día de la fertilidad» basado en indisimuladas presiones a las mujeres para quedarse embarazadas. No es un espacio contiguo: es la realidad presente.
Y, claro, Trump. Él y la novela de Atwood han compartido protagonismo en titulares atrapaclics desde el pasado febrero: «En la América de Trump, El cuento de la criada importa más que nunca», se asevera. «Una guía de supervivencia para tiempos aciagos», «Vivimos en la distopía reproductiva de El cuento de la criada», rotulan. Y, aunque la caracterización ya había sido usada antes, se han multiplicado las acciones de protesta con mujeres reproduciendo el atuendo de las criadas, sentadas en silencio en salas legislativas donde se ponen en juego sus derechos fundamentales. «Make Margaret Atwood fiction again»5 rezaba uno de las pancartas de quiénes protestaron en Washington el día de la toma de posesión de Trump.
La propia Atwood no ha sido ajena a esta resurrección: «Tras las recientes elecciones en Estados Unidos, proliferan los miedos y las ansiedades. Da la impresión de que las libertades civiles básicas están en peligro, también muchos de los derechos conquistados por las mujeres a lo largo de las últimas décadas, incluso a lo largo de los siglos pasados», explica. No obstante, la serie no trata de ser un espejo, ni una profecía contemporánea. El proyecto arrancó mucho antes de que el actual presidente fuera siquiera un candidato republicano viable.
Es difícil abstraerse a los paralelismos con la era trumpianapero la propia Atwood hace el esfuerzo: El cuento de la criada fue escrito después de la elección de Ronald Reagan. Ese es su contexto: un periodo poderosamente perverso con las políticas sexuales, con referencias al sida, al fundamentalismo de cuáqueros y baptistas, y al movimiento antiporno. Los republicanos llegaron al poder enarbolando la bandera de la restauración de los valores familiares y el bloque soviético diseminaba aún espías en cada esquina. Por muy robusto que sea el antifeminista actual, palidece al lado del odio que se orquestaba en los ochenta hacia el movimiento. Phyllis Schlafly y Tammy Faye Bakker nos resultan ya nombres lejanos y muchos de los peligros de ese fanatismo, desfasados y caducos. Diga lo que diga la faja, no es esta generación. «Era la época de la Trump Tower y la cocaína, el sida y el “Just Say No”», recuerda Emily Nussbaum.
La serie ha intentado vivificar ese panorama ochentero incluyendo referencias actuales (Tinder, Uber, los selfies), pero el relato original es lo que es: un reflejo de otra era. Una que —quién lo niega— podría volver y hacernos retroceder a la velocidad del rayo, pero de momento no ha ocurrido. Y no es que no estemos viviendo nuestra particular pesadilla, simplemente no se llama Gilead. Nuestros infiernos difieren, disculpen la obviedad. Algunos columnistas estadounidenses han tratado de calmar ese tremendismo, esa sensación de inminencia apocalíptica, con dosis de serenidad. Entre ellos destaca la escritora Rebecca Traister, que pone el acento en cómo —a diferencia de lo que ocurre en la novela— la adhesión a las marchas a favor de los derechos de la mujer no es «testimonial», como en la distopía de Atwood. «Proporcionalmente, casi cincuenta veces más americanos se manifestaron a favor de los derechos de las mujeres en enero de los que lo hicieron en 1970. De hecho, la Marcha de Mujeres fue la manifestación política más grande en la historia de la nación», recuerda.
Nadie, ni la propia Atwood, hace ingenuas llamadas al optimismo respecto a nuestro presente. «Las mujeres han sido advertidas de que los derechos ganados con esfuerzo pueden ser solo provisionales», apunta. Detecta la misoginia. La combate con fábulas cautelosas o con artefactos que ponen a pensar. Pero más que una invitación a la lucha, en el mensaje de Atwood crepita un llamamiento al poder del relato, de la esperanza de un futuro lector. De un compromiso más íntimo y menos tuiteable. «En este clima de división, en el que parece estar al alza la proyección del odio contra muchos grupos y extremistas de toda denominación manifiestan su desprecio hacia las instituciones democráticas, contamos con la certeza de que, en algún lugar, alguien —mucha gente, me atrevería a decir— está anotando todo lo que ocurre a partir de su propia experiencia. O quizá lo recuerden y lo hagan más adelante, si pueden». Como hizo ella con Mary. Como hizo la propia June. Y alguien antes que ella:
Nolite te bastardes carborundorum.
Tallado en un recodo de ese armario, el latinajo le susurraba: «No dejes que los bastardos te jodan».
Aunque lleves un vestido rojo y te dé por huir.
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Dejen sepultado en el olvido este engendro perpetrado en 1990. Ni el guion del nobel Harold Pinter ni la interpretación de la oscarizada Faye Dunaway reflotan el esperpento.
La propia Atwood le contó esta anécdota a la periodista Rebecca Mead.
El archivo empleado por Atwood se conserva en la Biblioteca de la Universidad de Toronto, donado por la autora.
En realidad, el término adecuado sería «doncella», pero la edición española optó por el término «criada«.
Nótese el juego de palabras con el lema de campaña de Trump («Make America great again») y algo así como «Convirtamos de nuevo a Margaret Atwood en ficción».



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