miércoles, 2 de junio de 2010

Silvia Tomasa Rivera / Cazador y otros poemas

Silvia Tomasa Rivera
CAZADOR

Allá, muy cerca de las altas fronteras
(en el noreste)
un hombre solo caza venados.
No ha encontrado ni uno, pero él sabe
que por ahí rondan en las noches
y se bañan en los rayos de luna.
Se lo dijeron su abuelo y su padre
y un viejo alucinado que bajaba de la montaña
a contar historias: decía que había matado una venada
y cuando se acercó tenía la piel y la boca de mujer,
todo en ella era suave y le dio miedo,
y no quiso arrastrarla. La acarició completa
y la enterró en el monte, pero sus ojos no pudo cerrarlos. Por eso venía algunas noches a tomar café
(cuando el miedo lo ponía lunático),
huyendo de la muerte y de los ojos ardientes del venado.
Corría 1964 y el hombre -entonces niño-
miraba las estrellas por sobre las altas palmeras
en la boca de la selva negra.
Eso era en La Huasteca, aquellos años.
La palabra ecología no estaba en el diccionario,
o él nunca la vio. La escuela estaba lejos y los caballos
no eran un transporte, sólo bestias de carga y de trabajo.
No hubo cien, ni doscientos ni trescientos hombres, que se plantaran
frente a los taladores de bosques.
No era que no les importaran sus tierras y su monte.
Era que estaban preocupados por el despliegue
del ejército a lo largo de las carreteras;
causa del abigeato: medio de subsistencia natural
en aquel tiempo, allá en La Huasteca.
No extrañaba a su madre, tampoco fue al entierro
porque la tosferina quemaba sus pulmones.
Una epidemia entre tantas; se salvó de morir.
Así creció, sin ella, apenas con su padre
y un rifle colgado de la viga. Solo,
a merced del aullido a veces del coyote
a veces de hombre perdido-en-la-noche buscando venado.
Claro que en aquel entonces los venados
corrían en manadas a los ojos del hombre
y encandilados con lámparas de aceite
danzaban sobre huizaches;
ofrendándose libres a la hoguera.
Era fácil morir (tal como ahora): arriba el ciervo entre árboles y ríos
abajo el hombre entre la identidad y las carreteras,
teniendo que aguantar el descampado petrolero.
Pero ellos: los otros. no pudieron acabar con el bosque.
(Ni los soldados con el abigeate). Cuestión de desengrapar los lienzos de alambre, martillar las púas
y el ganado sale -uno por uno- burlando las garitas.
Otra más, recuerda el hombre, sitiado
por los cuatro costados de la historia.
"Tú eres mi esperanza, tendrás que irte de aquí"
-dijo su padre- mientras lo subían a golpes de conciencia en una camioneta del ejército.
Pero en 1964, él tenía 10 años
y los niños escuchan lo que quieren.
De modo que no fue a ninguna parte; ni buscó sus raíces.
por eso estaba allí, al pie de su tierra: alucinado.
En la planicie los hombres traficaban con reses
con aves, con mujeres...
Pero él vivía solo, en la montaña
muy cerca de las altas fronteras. Venteando venados.

(La rebelión de los solitarios)


EN MEMORIA DEL ÁGUILA

Temblor apenas, unidos los destellos
ojos de lince vieron
el peligroso brillo de la atmósfera.
El corazón del cielo eran tres árboles
que se erigían marcados contra el viento
y un candor de nidos de oropéndulas
abrazaban desde el alto ramaje
la presencia de Dios en cada hoja.
Eternidad del silencio quebrantada
entre vuelos y gritos.
Entonces sabiamente descendimos
por el camino de raíces, serpenteando entre cardos,
decididos a encontrar, montaña adentro,
la fuerza que el arroyo debiera transmitimos.
La aureola de la tierra
entre las manos callosas de mi guía.
Existencia distante la del mal, ahora acorralado
por las nubes de humo levantadas
arriba del incendio.
Y nosotros cuidando los poderosos árboles
que ardían de tan caídos.
Y nosotros las brazas apagando,
contemplados por un aire luminoso
hendido en el rostro más puro de la fe.
Cada árbol una historia ¿y la nuestra?
Un torrente de estrellas entre abismos.
Pardos los ojos buscando en el baldío
los pezones brillantes de la luna.
Angustia por la duda al descubrir
serpientes enredadas en los troncos.
Aves malignas traspasadas
por los rayos del sol.
El mal vencido sobre la bondadosa tierra
que protege a los hombres
como al veneno fiel de los gusanos
dispuestos a implantarse
en las doradas fauces del amor.
¿Dejamos que nos lleguen poco a poco
para crear resistencia?
¿Los llenamos de luz hasta vencerlos?
Y apropiados ya de su veneno,
volaremos, partículas quemantes,
sobre el polvo letal de los desiertos
llegando victoriosos
hasta la espuma nítida del mar.
Hay un mar que adivinan los desiertos,
que se vive en los campos
desde los nidos de águilas perdidas.
El mar de amanecer donde no has ido
a mirar el nacimiento del solazo
antes que deposite el ardor de su fuego
entre las dunas.
Desde aquí,
anclado en esta cima de montana, lo vislumbro.
Ven, sacúdete las alas,
observa sin temor
aquel punto azuloso al pie del horizonte.
Allí comienza el mar.
El otoño se extiende
y los frondosos árboles
dejan caer sus hojas de ámbar líquido.
El campo está para que se recuesten
los amantes.
Pero no hay ni una sola pareja
en el entorno.
Sólo el manto cobrizo
sobre la tierra, cruje
bajo las patas de los caballos.

HOMBRE FRENTE AL TIEMPO

El hombre teme al tiempo
como le teme al mar.
Temor de insomnio y muerte.
El hombre vence al tiempo
le pone nombre, quema el calendario.
Desde el umbral del miedo crece,
indómito.
El hombre se planta,
construye su vida entre los edificios
y el cielo
y no hay siglo que borre
la luz del pensamiento, convertida
en materia
El eterno es el hombre:
seguro e infinito.
Con la soberbia del que puede todo
se para frente al tiempo
y lo aniquila.




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