miércoles, 13 de mayo de 2015

Óscar Collazos / La voz propia

Oscar Collazos
Foto de Carlos Duque
Óscar Collazos
La voz propia



La aplicación que me está permitiendo hablar soluciona un problema de la enfermedad, pero crea otros. Por ahora, me acostumbro al hecho de escuchar al extraño que habla por mí.


Mi hija –ingeniera de sistemas– me acaba de bajar de internet una aplicación que se ha vuelto mi juguete preferido: convierte los caracteres en voz. Para el español, solo dispone de dos acentos: el ibérico y el mexicano. Me decidí por el último. Así que, cuando hablo en las visitas y estas tienen la paciencia de esperar mis tecleos, hablo como si fuera un doblaje de mí mismo hecho en Los Ángeles.

La aplicación soluciona el problema de la voz a la velocidad que uno le pueda imprimir. El habla ya no guarda la estrecha relación del pensamiento con el lenguaje, sino del tecleo con los caracteres y de estos con la versión hablada, que se hace casi de inmediato y con un tono remotamente robótico. Este no sería el problema: la civilización de las TIC ha puesto a mucha gente a hablar robóticamente.

El primer extrañado es el usuario: escucha las palabras que está tecleando en la voz de otro. Y se debe acostumbrar a oír a ese impostor que habla con sus palabras, que opina como él, que hace las mismas bromas y se demora un poco más de lo normal en las respuestas. Perdónenlo, ya no es tan rápido de réplica como antes.

La aplicación tiene frases hechas, escritura preprogramada, ayudas para abreviar el tiempo que va del tecleo a la emisión de la voz. El usuario puede crear su propio diccionario de frases hechas. Se volverá más rápido en los diálogos. Con un poco de destreza, puede hacer uso de la palabra con más frecuencia que ciertos congresistas.

La aplicación me ha planteado, sin embargo, problemas de identidad. No acabo de reconocerme en ese mexicano, aunque repita con su voz las palabras que le escribo, con la sintaxis con que habitualmente escribo. Uno es uno y las circunstancias de su voz. En la vida, en el arte, en la literatura, en el periodismo.

La aplicación que me está permitiendo hablar soluciona un problema de la enfermedad, pero crea otros. Quienes cultivamos durante toda una vida el don de la conversación ya no podemos consolarnos con esta ayuda práctica. Pero es funcional. Es imposible sostener la relación espontánea y rápida entre inteligencia y el lenguaje, por ejemplo. Aquí, el ritmo de las frases lo imprimen la rapidez o lentitud del tecleo, que condicionan la relación entre el pensamiento y el lenguaje. En el arte casi perdido de la conversación, esta era la relación más auténtica.

Con esta ayuda, uno no puede aspirar a ser como el escritor mexicano Juan Villoro, que parece hacer todo esto al mismo tiempo y en fracción de segundos. Uno debe seguir hablando como uno mismo, pero suplantado por otro.

Lo que uno hace con esta aplicación es un ejercicio de modestia: cederle a otra voz las palabras y pensamientos propios. Algo parecido a lo que hace el senador Uribe con su bancada: él teclea y teclea, y del audio salen las voces de Paloma Valencia y María Fernanda Cabal reproduciendo sus palabras. Lo que se llamó disciplina de partido ha sido en realidad un eficiente sistema de clonaciones. Pero ¡allá ellos!

He tenido, en cambio, una sensación muy extraña: siento menos pudores y escrúpulos al escuchar la voz que repite cuando escribo groserías. Debe de ser que no paso por el instantáneo proceso de censurar o aprobar palabras y expresiones porque no las siento salir por mi boca. En lugar de ruborizarme, me río casi infantilmente de mis propias groserías.

Debe de ser por esto por lo que uno se censura menos en un idioma que no es el suyo. El último peaje moral de nuestras palabras se paga en el instante en que llegan a su destino, convertidas en sonido.

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