viernes, 7 de agosto de 2015

Rubem Fonseca / El otro


Rubem Fonseca 

EL OTRO




Llegaba todos los días a la oficina a las ocho treinta de la mañana. El carro paraba a la puerta del edificio y yo bajaba, andaba diez o quince metros y entraba.

Como todo ejecutivo, pasaba las mañanas llamando por teléfono, leyendo memorandos, dictando cartas a mi secretaria y exasperándome con problemas. Cuando llegaba la hora del almuerzo, había trabajado duramente. Pero siempre tenía la impresión de que no había hecho nada útil.

Almorzaba en una hora, a veces en hora y media, en uno de los restaurantes de las proximidades y volvía al despacho. Había días que hablaba más de cincuenta veces por teléfono. Las cartas eran tantas que mi secretaria, o uno de los asistentes, firmaba por mí. Y siempre, al final del día, tenía la impresión de que no había hecho nada de lo que necesitaba haber hecho. Iba contra reloj. Cuando había una fiesta, a mitad de la semana, me irritaba, pues era menos tiempo el que tenía. Llevaba diariamente trabajo para casa, allí podía traducir mejor, no me llamaban tanto por teléfono.

Un día comencé a sentir una fuerte taquicardia. Además, ese mismo día, al llegar por la mañana al despacho, surgió a mi lado, en la acera, un sujeto que me acompañó hasta la puerta diciendo, “doctor, doctor, ¿podría usted ayudarme?” Le di unas monedas y entré. Poco después, cuando estaba hablando por teléfono con São Paulo, mi corazón se disparó. Durante algunos minutos latió con un ritmo fortísimo, dejándome extenuado. Tuve que tumbarme en el sofá, hasta que pasó. Estaba atontado, sudaba mucho, casi me desmayé.

Esa misma tarde fui al cardiólogo. Me hizo un examen minucioso, inclusive un electrocardiograma de esfuerzo y, al final, dijo que necesitaba bajar de peso y cambiar de vida. Me hizo gracia. Entonces me recomendó que dejara de trabajar algún tiempo, pero le dije que eso, también, era imposible. Finalmente, me prescribió un régimen alimenticio y me mandó que caminara por lo menos dos veces al día.

Al día siguiente, a la hora del almuerzo, cuando fui a dar la caminata recetada por el médico, el mismo sujeto de la víspera me detuvo pidiéndome dinero. Era un hombre blanco, fuerte, de pelo castaño largo. Le di algún dinero y proseguí.

El médico había dicho, con franqueza, que si no tenía cuidado, en cualquier momento podría tener un infarto. Tomé dos tranquilizantes aquel día, pero eso no fue suficiente para dejarme totalmente libre de tensión. Por la noche no llevé trabajo para casa. Pero el tiempo no pasaba. Intenté leer un libro, pero mi atención estaba en otra parte, en la oficina. Encendí la televisión, pero no logré aguantar más de diez minutos. Volví a mi caminata, después de la cena, y me quedé impaciente sentado en un sillón, leyendo los diarios, irritado.

A la hora del almuerzo el mismo sujeto se emparejó conmigo, pidiendo dinero: “¿Pero, todos los días?”, pregunté. “Doctor”, respondió, “mi madre está muriendo, necesita medicinas, no conozco a nadie bueno en el mundo, sólo a usted.” Le di cien cruceiros.

Durante algunos días el sujeto desapareció. Un día, a la hora del almuerzo, estaba caminando cuando apareció súbitamente a mi lado: “Doctor, mi madre murió.” Sin parar y apresurando el paso, respondí, “lo siento mucho.” Alargó su zancada, manteniéndose a mi lado, y dijo “murió.” Intenté desembarazarme de él y comencé a andar rápidamente, casi corriendo. Pero él corrió detrás de mí, diciendo “murió, murió, murió”, extendiendo los dos brazos contraídos en una expectativa de esfuerzo, como si fueran a colocar el ataúd de la madre sobre las palmas de sus manos. Por fin, paré jadeante, “¿cuánto es?” Con cinco mil cruceiros él enterraba a su madre. No sé por qué, saqué un talonario de cheques del bolsillo e hice allí, de pie en la calle, un cheque por aquella cantidad. Mis manos temblaban. “Ahora basta”, dije.

Al día siguiente no salí a dar mi vuelta, almorcé en la oficina. Fue un día terrible en que todo salía al revés: algunos papeles no fueron encontrados en los archivos; una importante competencia se perdió por una diferencia mínima; un error en la planeación financiera exigió que nuevos y complejos cálculos presupuestarios tuvieran que ser elaborados en régimen de urgencia. Por la noche, incluso con los tranquilizantes, mal conseguí dormir.

Por la mañana fui a la oficina y, en cierta manera, las cosas mejoraron un poco. Al mediodía salí a dar mi vuelta.

Vi que el sujeto que me pedía dinero estaba en pie, medio escondido en la esquina, acechándome, esperando que pasara. Di la vuelta y caminé en sentido contrario. Poco después oí el ruido de tacones de zapatos golpeando en la acera como si alguien estuviera corriendo detrás de mí. Apreté el paso, sintiendo un ahogo en el corazón, era como si estuviera siendo perseguido por alguien, un sentimiento infantil de miedo contra el cual intenté luchar, pero en ese instante él llegó a mi lado, diciendo “doctor, doctor.” Sin parar, pregunté, “¿ahora qué?.” Manteniéndose a mi lado, dijo “doctor, tiene usted que ayudarme, no tengo a nadie en el mundo.” Respondí con toda la autoridad que pude poner en la voz, “busca un empleo.” Dijo “no sé hacer nada, usted tiene que ayudarme.” Corríamos por la calle. Tenía la impresión de que la gente nos observaba con extrañeza. “No tengo que ayudarlo, de ninguna manera”, respondí. “Tiene que hacerlo, si no, usted sabe lo que puede ocurrir”, y me agarró del brazo y me miró, y por primera vez vi cómo era su rostro, cínico, vengativo. Mi corazón latía de nervios y de cansancio. “Es la última vez”, dije, parando y dándole dinero, no sé cuánto.

Pero no fue la última vez. Todos los días aparecía, repentinamente, suplicante y amenazador, caminando a mi lado, arruinando mi salud, diciendo es la última vez, doctor, pero nunca era. Mi presión subió más aún, mi corazón estallaba sólo de pensar en él. No quería ver más a aquel sujeto, ¿qué culpa tenía yo de que él fuera pobre?

Resolví dejar de trabajar un tiempo. Hablé con mis colegas de la dirección que estuvieron de acuerdo con mi ausencia por dos meses.

La primera semana fue difícil. No es sencillo parar de repente de trabajar. Me sentía perdido, sin saber qué hacer. Poco a poco me fui acostumbrando. Mi apetito aumentó. Empecé a dormir mejor y a fumar menos. Veía televisión, leía, dormía después del almuerzo y andaba el doble de lo que andaba antes, sintiéndome óptimo. Estaba volviéndome un hombre tranquilo y pensando seriamente cambiar de vida, dejar de trabajar tanto.

Un día salí para mi paseo habitual cuando él, el mendigo, apareció inesperadamente. Diablos, ¿cómo descubrió mi dirección? “¡Doctor, no me abandone!” Su voz era de pena y resentimiento. “Sólo lo tengo a usted en el mundo, no vuelva a hacerme eso, estoy necesitando algo de dinero, esta es la última vez, lo juro”, y arrimó su cuerpo muy cerca al mío, mientras caminábamos, y yo podía sentir su aliento ácido y podrido de hambriento. Era más alto que yo, fuerte y amenazador.

Fui en dirección de mi casa, él acompañándome, el rostro fijo vuelto hacia mí, vigilándome curioso, desconfiado, implacable, hasta que llegamos a mi casa. Le dije, “espera aquí.”

Cerré la puerta, fui a mi cuarto. Volví, abrí la puerta y al verme dijo “no haga eso, doctor, sólo lo tengo a usted en el mundo.” No acabó de hablar, o si acabó no lo oí, con el ruido del tiro. Cayó al suelo, entonces vi que era un niño delgado, con espinillas en el rostro y de una palidez tan grande que ni la sangre, que fue cubriendo su faz, conseguía esconder.

Rubem Fonseca
Feliz año nuevo, 1975



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