martes, 16 de agosto de 2016

Andersen / Añoranza del paraíso



Hans Christian Andersen 

Añoranza del paraíso

 2 ABR 2005


La vida de Andersen fue un retorno a la dura infancia donde empezaron a crecer sus sueños. Era pobre, de natural soñador, padeció insultos y fue gran viajero.
Lo imagino una tarde fría de invierno de hace poco menos de doscientos años. Hace frío en Odense. El viento mece los tilos fuera de la casa y el pequeño Andersen imagina una canción. Está sentado en el suelo y cose un vestido para sus muñecos. Su madre remienda una camisa a su lado. El niño alza la vista y mira las manos enrojecidas de la mujer. Es lavandera y las aguas heladas del río le agrietan la piel.
Su padre le ha hecho un pequeño teatro de títeres y él prepara una representación con una historia que se ha inventado. El protagonista es un pato de pico desproporcionado que su abuelo loco ha tallado en madera. Se sitúa detrás del escenario para que no se le vea mover los muñecos, lo ha visto hacer así en la plaza de Flakhaven. El escenario es un delantal de su madre colgado entre la mesa y un taburete. La función comienza. Andersen sueña con ser actor...

La obra que le abrió a Andersen las puertas del parnaso fue escrita después de los 30 años

Tenía un teatrito de títeres que le había hecho su padre. Con él imaginó historias para sus muñecos. Siempre amó el teatro y quiso ser actor

Esta historia no es real del todo, pero podría haberlo sido.
Hans Christian Andersen tenía un teatrito de títeres que le había hecho su padre. Con él imaginaba historias para sus muñecos. Siempre amó el teatro y quiso ser actor. No sabía el escritor danés que el camino del éxito no pasaba por los grandes teatros de verdad, sino más bien por aquel otro pequeño de madera. En su corazón permaneció siempre su teatrito, pero sus títeres, tallados en zuecos rotos, no se vengaron del titiritero como sucede en el cuento que él escribió, bien al contrario, le llevaron allí donde no le habían conducido las poesías, novelas y obras de teatro con las que persiguió deslumbrar a los adultos. Fueron sus cuentos, escritos para el niño que seguía intacto dentro de él, los que le permitieron alcanzar aquella fama que anheló toda su vida.
La obra que le abrió a Andersen las puertas del parnaso fue escrita después de los treinta años. Relatos como La sirenita, El traje nuevo del emperador y otros muchos son una invitación a volver al cuarto de los juguetes. Despiertan nuestra capacidad de asombro, como hacía la madre del Patito feo cuando animaba a sus crías a mirar las hojas de los árboles pues creía que el verde era bueno para los ojos.
La miseria con la que convivió el pequeño Andersen, la locura y el alcoholismo presentes en su familia, el desprecio que sufrió por parte de los poderosos y el descubrimiento tardío de su verdadero don, no fueron suficientes para hacerle olvidar su añoranza del paraíso perdido. Quizá fuera su vida un viaje de retorno a aquella infancia donde empezaron a crecer sus sueños.
Hans Christian Andersen nació en una ciudad cuyo nombre invita a la ensoñación. Odense viene de Odín, aquel dios mitológico tuerto que dio uno de sus ojos en compensación por haber recibido tanto saber. La casa en la que creció se reducía a una sola habitación donde se repartían el espacio el taller de zapatero de su padre, la cama que éste había hecho con los restos de un catafalco y el banco donde dormía él. Fue en ese exiguo lugar donde el futuro fabulador empezó a inventar sus historias. Jugaba con sus muñecos, compañía que prefería a la de otros niños. En el tejado de la vivienda su madre tenía un cajón con tierra en el que cultivaba hortalizas y algunas plantas que traía la abuela del asilo municipal. Aquel jardín en miniatura es el mismo en el que Gerda y Kay cuidaban sus rosales antes de que llegara La reina de las nieves.


También en su casa escuchó por primera vez el escritor las historias de Sherezade de boca de su padre. De él recordaría que las pocas veces que le había visto reír era cuando leía. Era un hombre fantasioso que se sentía víctima de la injusticia por no haber sido nunca admitido en el gremio de los zapateros. Leía la Biblia y meditaba en voz alta sobre ella para espanto de su mujer y su hijo, que consideraban blasfemias todo lo que decía. En una ocasión amaneció con algunos rasguños que se había hecho con un clavo de la cama, Hans Christian creyó que el diablo le había ajustado las cuentas por la noche para dejarle clara su existencia.
La madre de Andersen era supersticiosa y muy religiosa. Siendo el escritor muy pequeño, un soldado español le dio a besar una medalla, la mujer la tiró porque ésas eran cosas de católicos. Cuando murió su marido pensó que se lo había llevado la señora del hielo. Se refería a la imagen de una muchacha que el padre de Andersen decía haber visto en el hielo de la ventana. En 1811 pasó un cometa. La mujer presintió que iba a destrozar la Tierra y que traería grandes desgracias. El pequeño Hans recogió este suceso en el cuento El cometa. Su madre había tenido una infancia muy difícil. Mendigó por las calles al igual que le ocurría a La niña de los fósforos. El escritor reflejó la relación de su madre con la bebida en el relato No era buena para nada.
Andersen era feo y larguirucho, aunque reconocía que cuando su madre le peinaba con jabón su frondosa cabellera rubia "estaba hecho un primor". Era de natural soñador y taciturno no exento de vanidad, rasgo que se veía satisfecho con las representaciones de teatro que inventaba para sus vecinos y las charlas que improvisaba. En una ocasión, mientras hacía alarde de la claridad y timbre de su voz, le insultaron llamándole mujercita. A los quince perdió su voz de niño y como La sirenita, no volvió a cantar.
Solía acompañar a su abuela paterna al hospital de los locos donde ella trabajaba como hortelana. La anciana decía provenir de una familia adinerada que había caído en desgracia al perder sus tierras. A su abuelo los niños le seguían por las calles con gran jolgorio porque llevaba un tricornio de papel. Su nieto se escondía por miedo a que también se burlaran de él. Sabía que compartían la misma sangre.
Al pequeño Hans Christian le gustaba decir que sus orígenes eran nobles y que algún día el emperador de China saldría de debajo del río de Odense para colmarle de riquezas. Padeció los insultos de la gente que a veces le acusaban de estar chiflado como su abuelo. Siempre se sintió un marginado y se mostraba servil y sumiso con los poderosos. El día de su confirmación el párroco le humilló ante todos los niños haciéndole sentarse al fondo de la iglesia porque era el más pobre.


Cuando su padre murió, a resultas de las secuelas que le dejó la guerra, su madre se volvió a casar. La mujer pensó que había llegado el momento de que su hijo tuviera un oficio e insistió para que se hiciera sastre. Pero Andersen tenía muy claro que quería ser famoso. Cuando decidió irse a Copenhague para probar suerte en el teatro, le resumió a su preocupada madre la fórmula que le llevaría al éxito: "Primero hay que pasar penalidades sin cuento y luego uno se hace famoso". La mujer decidió llevarlo a una curandera para que le leyese el porvenir. Se quedó más tranquila cuando la adivina le comunicó que el muchacho llegaría a ser un hombre importante y que algún día la ciudad se iluminaría en su honor, como luego resultó ser cuando lo nombraron hijo ilustre de Odense.
Tenía 14 años cuando se marchó a Copenhague y apenas si sabía leer y escribir. En el futuro se convertiría en uno de los personajes más retratados de su época y uno de los escritores más viajeros del siglo XIX. Realizó 29 viajes al extranjero, incluida España. Siempre llevaba una cuerda en la maleta para salvarse si había un incendio. Dejó memoria de los lugares que conoció en algunos libros.
Él es el soldadito de plomo, la princesa del guisante, el estudiante de las flores de la pequeña Ida, la sirenita, el niño que vio desnudo al emperador, el patito feo, el abeto siempre nostálgico hacia su pasado. Escribió de sí mismo "soy como el agua, a la que todo agita y en la que todo se refleja".
Anne Serrano es autora de la novela para niños La caja de Andersen.

EL PAÍS

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